Érase una vez una ciudad rica, más no próspera. Ésta se había enriquecido gracias al comercio y todos los habitantes vivían en la abundancia, pero el dinero había corrompido sus emociones y envenenado su voluntad, provocando que la avaricia creciera cada vez más y más en todos ellos.
Llegó un punto en que, por la necesidad de poseer y poseer, empezaron los atracos y robos entre vecinos. La cleptomanía se convirtió en la nueva peste de la ciudad. Nadie podía salir de casa y evitar que entraran mientras no estaba y se llevaran un par de cuadros nuevos, o que por la calle le sustrajeran la cartera o le arrancaran los anillos.
La situación llegó a un extremo insostenible, por lo que el alcalde presentó una ley por la cual, cualquiera que fuera descubierto cometiendo un robo, por mínimo que fuera, sufriría la pena de muerte. Cayeron muchos hombres y mujeres que no supieron tomarse en serio el aviso del alcalde, pero con los años, los ánimos se fueron calmando. Poco a poco los robos desaparecieron y, entre la población, se propagó un sentimiento de profundo desprecio hacia cualquier ladronzuelo que osara adentrarse en su ciudad.
La ciudad, a causa de estar situada en una ruta de comercio importante, recibía gran cantidad de visitas. Muchas de ellas se quedaban anonanadas por la cantidad de riquezas que ésta poseía y ninguno podía resistir la tentación de, en un momento de descuido, intenter coger un anillo o una bolsa de monedas. Pero los ciudadanos ya estaban preparados y, a la mínima muestra de interés por el bien ajeno, los forasteros eran llevados ante un tribual y sentenciados a muerte por su avaricia.
Pero un día el patrón no se cumplió. Un día, fue llevado ante el tribunal un pobre anciano desalijado y cubierto de harapos. El hombre no osaba levantar la cabeza, avergonzado como estaba de haber sido descubierto con las manos en la masa.
- Espero que esté contento. Su avaricia le va a costar la vida. Anhelar el bien ajeno por pura codicia es algo digno de ser castigado con la muerte - enunció el alcalde, mirando con desprecio al viejecillo.
- Verá, señor alcalde, ese no es mi caso. Mi nieto lleva sin comer una semana, el pobre tiene 4 años y ha perdido a sus padres. Yo soy tan viejo que no puedo encontrar trabajo y me vi obligado a robar una hogaza de pan para que el niño pudiera comer - intentó explicar el hombre.
- ¡Já! ¿Ha robado usted o no ha robado?
- Sí señor, pero lo hice para que mi nieto pudiera comer.
- Excusas estúpidas. Si usted quiere refugiarse en la ilusión de que lo hacía por su nieto, adelante. Pero a nosotros no nos va a engañar. Su codicia, su avaricia, sus ganas de apoderarse de lo ajeno pudieron con usted, igual que pueden con todos los demás. Son todos unos ladrones asquerosos que no merecen pisar este planeta.
- Pero señor, mi nieto...
- ¡Estupideces! Es usted una rata asquerosa que ni siquiera tiene valor para reconocer sus actos. Es usted despreciable.
- No, no lo entiende, no robé por mi propio bien, lo hice por el del niño...
- ¿Ven ustedes, señores ciudadanos? ¿Ven como este pobre viejo intenta excusarse con palabrería barata? Pero es como todos los demás ¿verdad? Una sucia sabandija que viene a aprovecharse de nosotros y de nuestro dinero. Por culpa de gente como usted ya no confiamos en los forasteros.
- Señor, por favor, yo no soy un ladrón, lo hice por necesidad.
- Estúpido, un ladrón es un ladrón. Siempre. Retiren a este viejo asqueroso de mi vista.
Y así, los prejuicios y generalizaciones cegaron al alcalde y a todos los ciudadanos. Ese día, el viejo fue ejecutado por un delito de codicia. Unas semanas después, encontraron el cadaver de un niño tirado en un callejón. Nadie asoció esas historias.
Qué fácil es juzgar a los demás sin siquiera escucharlos ni conocerlos. Lo difícil es encontrar los matices y saber valorar una historia a partir de ellos.